Es preferible que piense que igual no valía la pena, ni era para tanto, que seguramente lo olvidé y seguí con mi vida. Esconder bien adentro las ganas de decirle, de pedirle que venga, que se escape para hacerme el amor, para acariciarme el pelo, para recordarme que es real y de que existe. Ocupar intencionadamente todas las horas del día. Poner a prueba la templanza, para saber que ya pasó el tiempo de la inconciencia. Porque es la distancia, los años, los lugares de donde venimos y a los que vamos los que nos separan.
Y nadie vive eternamente en el presente. O quizás si, el presente es lo único real que tenemos, la verdadera vida. Irse se convierte, entonces, en un plan torpemente concebido para matar los adioses sin desangrarse en palabras...
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